30.01.2016
Mil Novecientos Setenta y Tres #1
1973

Pasé los primeros 12 años de mi vida totalmente consciente de ser especial, el tema me creaba ansiedad y con frecuencia cuando alguno de mis padres me hablaba, las pausas entre algunas de sus frases me provocaban ese dolor de estómago que anticipaba que ese era justo el momento en el que me lo iban a contar. Sabía que era un genio, y creía que ellos estaban solo esperando el momento adecuado para comunicarme oficialmente que efectivamente así era. Me imaginaba que lo que yo intuía era algo que solía pasar a menudo. Al nacer, la enfermera salía al pasillo y le daba la noticia al padre que esperaba fuera fumando: «Acaba usted de tener un genio, enhorabuena. Recuerde no contarle nada al niño hasta que este preparado» En los años 70, los padres no sabían si lo que iba a nacer era un niño, una niña o un genio como era mi caso. A los genios, a los niños genios, se les notificaba su condición de genio llegados a cierta edad cuando pudieran comprender lo que eso significaba. Algo así como cuando a Superman su padre adoptivo le enseña la nave donde se lo encontró y le descubre que es Superman. Yo, como era un genio ya lo sabía, no tenía más que esperar el momento. Mientras tanto, por pudor, en una especie de condescendencia con ellos no lo comentaba e incluso tenía ensayada la cara de sorpresa para cuando me lo contasen. Como si no lo supiera ya.

Nací en los años 70 en Mahón, a mi madre no se la vio por allí. Mi madre quedó embarazada con 17 años. Cuando se lo contó a sus padres, su madre dijo a su círculo de amistades que su hija se había ido a estudiar a Canadá y su padre le alquiló un apartamento en Mahón, donde él tenía una pequeña empresa de fundiciones. Ella pasó los siguientes meses de embarazo en Menorca.

Mi abuelo le propuso a uno de sus empleados que acababa de casarse que cuando naciera cuidase de mí, una especie de adopción verbal, y así después de dar a luz mi madre me puso de nombre Israel, volvió a Londres y siguió con su vida. Mi madre, la de verdad, murió de sobredosis a finales de los 80, algo común en aquellos años pero que imagino que no ayudó a mejorar la reputación de mi abuelo en la comunidad judía de Londres, digo imagino porque cuando tuve la ocasión de preguntar de qué disfrazó aquello, no lo hice.

Cuando mi madre murió yo tenía 17 años, la misma edad que ella tenía cuando yo nací.

Unos meses después de que ella muriese un señor mayor vino de visita, y la que yo creía entonces que era mi madre me lo presentó como mi tercer abuelo. No pregunté tampoco esta vez porque como presentación me pareció tan buena que no quise estropearlo y recibir algo mediocre como respuesta. Nadie tiene tres abuelos de la misma forma en la que nadie nace sin ombligo.

Mi tercer abuelo me llevo a comer, me contó todo lo que yo acabo de contar en estos párrafos de arriba en uno de los almuerzos que mejor me han sabido de toda mi vida. Aquel señor me pareció en una primera impresión un mago, no había visto a nadie de cerca tan bien vestido jamás, y estaba allí desvelándome el truco del juego de prestidigitación que habían sido los primeros 17 años de mi vida. No hice preguntas, de nuevo, no me enfadé ni reproché nada, actitudes totalmente mediocres e impropias de mi. Me alegré de por fin haberme encontrado con otro mago a mi altura.

Sigue leyendo aquí la segunda parte: Mil Novecientos Setenta y Tres #2


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