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01.02.2016 Mil Novecientos Setenta y Tres #2

Viene de: Mil Novecientos Setenta y Tres #1

El hecho de que mi abuelo y mi madre me hubiesen básicamente abandonado a mi suerte en manos de aquella joven pareja y de que mi abuelo desapareciese para siempre tras vender la fundición seis meses después de darme en adopción no me convirtió en un niño normal, hijo de una pareja de clase obrera española de los años 80.

Es complicado de entender para quien no lo haya experimentado, como supongo que es el caso de todo el que me está leyendo, pero voy a intentar explicarlo. Seguramente habrás leído o escuchado más de una vez a un transexual relatar que desde pequeño no estaba conforme con su cuerpo, que cuando se miraba desnudo en un espejo la imagen que veía reflejada no se correspondía con lo que él sentía que era. Que su cuerpo de hombre y su mente de mujer estaban en conflicto. Que pedía a su madre que lo vistiera de niña y que ese sentimiento era tan genuino que, en cuanto pudo, se operó para cambiarse de sexo, se cortó el pene y se hizo una vagina a base de meterse cilindros de cristal cada vez más grandes para evitar que le cicatrizase el agujero que le habían dejado.

A mí me pasó lo mismo. Yo nunca me sentí un niño de clase obrera, siempre sentí que mi identidad y mi clase no concordaban con el lugar en el que me encontraba. Si miraba a mi alrededor no me veía reflejado viviendo en aquella casa de clase obrera. Viví mis primeros años con mis padres en la calle Andrea Doria, hoy calle Antonio Oquendo, una calle que pertenecía a un barrio de clase obrera de Mahón que ahora ha tomado el nombre de mi antigua calle y lo llaman Viviendas de Andrea Doria.

Aquella pareja de clase obrera se había encargado de criar contra natura a un niño para el que no estaban preparados. Imagina que siempre has tenido perros de barrio, de esos pekineses mezclados con chihuahua, y un día te regalan un pastor alemán de pura raza que viene de un linaje de campeones del mundo. Ese pastor alemán se va a hacer el jefe de los pekineses y los chihuahuas y siempre sabrás, de un simple vistazo, que el porte del pastor alemán es totalmente diferente al de esos perros que cuidabas antes. Y eso es exactamente lo que pasó.

Recuerdo perfectamente cómo obligaba a mi padre, siempre más dispuesto a complacerme que mi madre, a comprarme la mejor ropa y las mejores zapatillas. Aquel hombre, comido por la culpa por no poder darme el mismo nivel de vida que hubiera podido darme mi familia original, se desvivía por complacerme en todo lo que se me ocurría y yo, que era capaz de intuir su culpa, aproveché aquello hasta el último día.

Mi madre, sin embargo, no caía en mis chantajes y se empeñaba en que, por ejemplo, llevase mi desayuno al colegio como todos los otros niños. Todas las mañanas metía en mi maleta, dentro de una bolsa de plástico, un bocadillo envuelto en papel de aluminio. A mí aquello me producía una repulsión que me acompaña aún hasta el día de hoy y siento el mismo asco que entonces por la gente que va siempre acompañada de tuppers de comida camino del trabajo, los he visto subirse incluso a aviones con eso. Me negaba a que mi maleta del colegio oliese como la de los otros niños. Aquellos niños olían a pan con mantequilla, podía oler el hedor que desprendían sus maletas cuando pasaban por mi lado camino del colegio. Nada más salir de mi casa sacaba aquella pestilente bolsa e iba repartiendo los trozos de pan por el suelo de camino al colegio. No pasó mucho tiempo hasta que un ejército de gaviotas empezó a seguirme todo el trayecto. Las gaviotas son animales muy inteligentes y en poco tiempo se acostumbraron a apostarse exactamente a las 8:30 de la mañana en la esquina de mi casa, esperando a que yo pasara para acompañarme todo el camino mientras les iba lanzando mi desayuno. El espectáculo era digno de ver, más de 50 gaviotas eran mi escolta al colegio todas las mañanas.

Aquello me hizo muy popular entre los otros niños que, como yo, iban al colegio por el mismo camino. Poco después mi trayecto al colegio se convirtió en una especie de cabalgata en la que yo era el rey y tras de mí iban 50 gaviotas y un grupo de niños que me jaleaban durante todo el camino. Descubrí la fascinación que podía causar sobre otras personas con muy poco esfuerzo y los beneficios de la popularidad.

Como tiraba mi desayuno de camino al colegio, las mañanas se me hacían eternas hasta que llegaba la hora del almuerzo en mi casa y podía comer, así que un día se me ocurrió robarle dinero a mi madre y comprarme el desayuno en la tienda del colegio privado que había junto al mío y que, a mi entender entonces, era el colegio en el que yo merecía estar. Así que a partir de ese momento todas las mañanas robaba dinero a mi madre, tiraba mi desayuno a las gaviotas y a la hora del recreo salía sin que me vieran al colegio de al lado y compraba allí mi desayuno como si fuese un niño más de aquel colegio. El dinero que me daban de cambio en la tienda del otro colegio se convertía en un problema porque no quería llegar a casa y que mi madre viera que llevaba monedas sueltas en el bolsillo, así que empecé a tirarlas en las papeleras sin que nadie me viese.

Uno de esos días tuve la idea de subirme a un pilote de cemento que había al lado de la fuente del patio del colegio, donde todos los niños iban a beber, y sin previo aviso lancé las monedas que me habían sobrado al aire. La idea fue un impulso, dar una patada al avispero para ver qué pasaba. Los niños, muchos de ellos los mismos que por la mañana me habían seguido junto con las gaviotas, ahora estaban en el suelo peleándose por las monedas que yo acababa de tirarles. La pelea duró solo unos minutos y la situación hizo que por primera vez me sintiese en mi lugar, en paz con el universo. Aquello se convirtió en una costumbre como la de las gaviotas. A la hora del recreo me subía a aquella columna de cemento, me comía aquel bocadillo de una calidad muy superior al pan con mantequilla y aceitunas que comían aquellos niños y los miraba mientras disfrutaba de la expectación que se iba creando. “Ya va a tirar el dinero” gritaban y se iban acercando más niños. Yo esperaba hasta que empezaban a gritar mi nombre mientras movía las manos haciendo ademán de lanzar las monedas sin lanzarlas y disfrutaba de mi bocadillo viéndolos a todos abajo. En el momento álgido del griterío lanzaba las monedas al aire y disfrutaba de aquello.

Con el tiempo fui añadiendo nuevos gags al número. Aprovechaba que nadie se iba a mover de allí abajo y que tenía la atención de todos para mejorar mi espectáculo. Bailaba sobre la columna, gritaba trabalenguas en catalán haciendo aspavientos con las manos como si estuviese dando un discurso, hasta que un día se me ocurrió añadir un número de peligrosidad al espectáculo que me pondría fuera de aquel colegio. Se me ocurrió dividir las monedas en dos grupos, unas las lanzaría al aire y otras las lanzaría contra el grupo de los que estaban en el suelo cogiendo las monedas. Recuerdo, como si estuviese pasando ahora mismo a cámara lenta, cómo las monedas de un duro brillaban en el aire y golpeaban las cabezas de aquellos niños y cómo se rascaban felices y seguían peleando por el suelo. Pasaba el resto del día planeando cuál sería mi número sobre la columna al día siguiente.

Una mañana, antes de que llegase la hora del recreo, una señora interrumpió la clase de repente y entró sin llamar a la puerta, traía a Ricardo Pons de la mano. El niño me señaló a mí y la madre empezó a gritarle a la profesora diciendo que yo había dañado la córnea de su hijo tirándole un duro. Mientras escuchaba a aquella mujer gritar la palabra córnea una y otra vez, yo, que no tenía ni la más remota idea de lo que era una córnea, pensé que tenía que ver con algo de cuernos y que mi moneda había golpeado la cabeza de aquel niño, por donde salen los cuernos, y se había quedado subnormal. Recordé que siempre decían que si te golpeabas en la sien podías quedar desde tonto hasta morirte. Miré entonces a Ricardo, que estaba de pie junto a su madre sin decir nada, y por su gesto deduje que sí, que aquel niño había quedado subnormal por culpa de andar por el suelo por una moneda de un duro.

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